viernes, 27 de octubre de 2017

DOGMA, CONCRECIÓN Y TRANSMUTACIÓN.

El Sufismo «operativo», como cualquier vía contemplativa, e independientemente de su diferenciación según diversos «senderos», implica tres elementos o aspectos constitutivos que son: la doctrina, la virtud espiritual y un arte de la concentración que llamaremos, de acuerdo con la expresión de algunos sufíes, la «transmutación espiritual». La asimilación de las verdades doctrinales es indispensable, pero no opera por sí sola en la transformación del alma, salvo en algunos casos muy excepcionales, en que el alma está bien dispuesta para la contemplación, y que el vislumbre de la doctrina basta para sumergirla en ella, al igual que una solución sobresaturada que, al sufrir un mínimo impulso, puede transmutarse de forma repentina en sales  cristalizadas. En sí, la inteligencia doctrinal es puramente estática; puede liberar el alma de algunas tensiones, pero en realidad no puede transformarla sin el concurso de la voluntad que representa el elemento dinámico de la vía. Sucede incluso con bastante facilidad que la intuición de las verdades metafísicas se despierte primero por el estudio de la doctrina y se desmorone poco a poco en el espíritu del que, creyendo poseer estas verdades, no se adhiere más que mentalmente, como si la voluntad no tuviese que tener ninguna parte.  En consecuencia, la voluntad debe llegar a ser «pobre» respecto a Allah, lo que equivale a decir que debe conformarse con la virtud espiritual, que representa una especie de concentración latente del alma, una base sólida y natural de la concentración directamente operativa, cuyo fin es perforar el velo de la conciencia continuamente absorbida en la corriente de las formas. «La virtud espiritual (al-ihsân) —ha dicho el Profeta— es que adores a Allah como si se le vieres, y si no Le ves, sin embargo Él te ve.» Según la naturaleza particular del «sendero» —y hay «tantos senderos como almas humanas», la comprensión doctrinal desempeña un papel más o menos importante; no exige necesariamente un saber doctrinal muy extenso, pues es en profundidad y no en la superficie como debe desarrollarse. Para el aspirante a la gnosis, lo que más importa es ser consciente del profundo sentido de los ritos que lleva a cabo y debe realizar sus significados en la medida de su comprensión en el comento actual. En éste campo, el esfuerzo puramente cuantitativo y la voluntad ciega no pueden conducir a nada, pues no lleva al conocimiento sino aquello cuya naturaleza coincida con la suya. Es preciso añadir que siempre hay, en las prácticas espirituales, elementos que no dan «pie», como si dijéramos, a la inteligencia teórica. El hecho de que la Verdad divina supere infinitamente sus prefiguraciones mentales debe reflejarse necesariamente en la economía de la vida espiritual. A éste respecto, incluso se puede comprobar una cierta inversión de relaciones: son los soportes cuya naturaleza es menos discursiva y por tanto «más oscura» según el criterio de la razón, los que transmiten en general las gracias más poderosas. En los confines de la contemplación pura, los símbolos se hacen cada vez más sintéticos y simples en su forma. La Realidad divina es, a la vez, Conocimiento y Ser; el que se quiere aproximar a Ella debe dominar no sólo la ignorancia y la inconsciencia, sino además el acaparamiento del espíritu por un saber puramente teórico, y otras «irrealidades» de éste género.  Por ésta razón, muchos sufíes, y entre ellos los representantes más eminentes de la gnosis, como Ibn ‘Arabî y ‘Omar al-Jayyam, han afirmado la primacía de la virtud y la concentración sobre el saber doctrinal. Los verdaderos intelectuales son los primeros en reconocer la relatividad de cualquier expresión teórica. El aspecto intelectual de la vía implica simultáneamente el estudio de la doctrina y su superación por la intuición. Si el error está siempre rigurosamente excluido, la mente, que transmite la verdad aunque la limite de alguna manera, debe también eliminarse en la contemplación unitiva.  La virtud es una forma cualitativa de la voluntad; quien dice forma, dice esencia inteligible. La virtud espiritual está centrada sobre su propia esencia, que es una Cualidad divina; es decir, que la virtud espiritual lleva consigo una especie de conocimiento. Según Ibn al-’Arif, se distingue de la virtud ordinaria por su pureza de todo interés individual. Si implica un renunciamiento no es con vistas a una recompensa ulterior, pues lleva su fruto en sí misma, como el conocimiento y la belleza. La virtud espiritual no es ni una mera negación de los instintos naturales —el ascetismo es un grado menor— ni por supuesto una pura sublimación psíquica. Nace de un presentimiento de la realidad divina subyacente a los objetos del deseo [la pasión noble está más cerca de la virtud que de la angustia] y éste presentimiento es en sí mismo una especie de «gracia natural», que por lo demás compensa el aspecto sacrificial de la virtud. Con posterioridad, la eclosión progresiva de éste presentimiento pide una irradiación cada vez más directa de la Cualidad divina, cuya huella humana es la virtud e, inversamente, la virtud aumenta en la medida en que se revela su modelo divino. Este núcleo intuitivo es el que confiere a la virtud espiritual su cualidad inimitable y casi carismática. A través de ella, el Intelecto resplandece, no de una manera «sapiencial», sino según un modo «existencial», por la belleza del alma o por los efectos milagrosos que la afinidad entre una virtud y su modelo divino puede desencadenar en el ambiente cósmico.  El conocimiento, en su integridad intelectiva, es esencialmente supra-individual, ya que es universal. Las virtudes evocan en la individualidad, y de modo existencial, los grados o modos del conocimiento son, (como consecuencia), reflejos, no cerebrales y pasajeros, sino volitivos y estables, o en otras palabras, adquisiciones del ser y no son  improvisaciones del pensamiento. Por ésta razón las virtudes son los soportes indispensables del conocimiento y por ello los sufíes las identifican con los grados espirituales. Esto nos lleva a mencionar brevemente la teoría del «estado» (al-hâl) y de la «estación» (al-maqâm) espirituales; el «estado» es, en éste sentido del término, una inmersión pasajera del alma en la Luz divina. Según la intensidad y duración del «estado» se habla de:
«destellos» (lawâ’ih), «relámpagos» (lawâmi’), «irradiación» (taŷalli), etc.
Una «estación» es un estado que llega a ser permanente. La correspondencia entre las diversas «estaciones» y las virtudes espirituales es necesariamente muy compleja; la huella ética de un grado espiritual es tanto más sutil cuanto ese grado es más elevado con la evolución constante y se torna en  inconmensurabilidad entre la Realidad contemplada con el receptáculo humano y se vuelve más profunda. Los diversos esquemas psicológicos de las estaciones espirituales tienen ante todo un valor especulativo o indicativo. Las virtudes espirituales, a semejanza de las Cualidades divinas —que aquéllas reflejan en el orden humano— pueden considerarse separadamente, con más o menos grados de diferenciación, o resumidas en algunos tipos fundamentales. Asimismo, virtudes aparentemente opuestas pueden basarse en una misma actitud (del alma): así, la paciencia (al-sabr) y el celo (al-gayra), implican un eje interior inquebrantable y ésta inmutabilidad se afirma pasivamente en la paciencia y activamente en la acción del celo. En cierto sentido todas las virtudes están contenidas en la pobreza espiritual (al-faqr), cuyo nombre se emplea habitualmente para designar la espiritualidad en general. Esta pobreza no es otra cosa que el vacare, (el vacío), que debe hacerse para Allah ; su comienzo es el rechazo de las pasiones, su perfección la anulación del yo ante la Divinidad. La naturaleza de ésta virtud muestra la analogía inversa que enlaza el símbolo humano con su arquetipo divino: lo que es vacío por el lado de la criatura es plenitud por el del Creador. Otra virtud que puede tomarse como un paradigma de todo lo que implica la actitud del «pobre» (faqîr), es la sinceridad (al-ijlâs) o veracidad (al-sidq); es la ausencia de preocupaciones egocéntricas en las intenciones y el pensamiento, y en el fondo la anulación de la mente ante la Verdad divina. Es, como «la pobreza», un vacío por parte del individuo y de modo correlativo una plenitud de orden superior, con la diferencia no obstante —respecto a la pobreza— de que ésta, como la humildad, sólo pertenece al servidor, mientras que la veracidad pertenece a Allah SWT.

DFdo.