viernes, 27 de octubre de 2017

TASAWWUF HERITAGE

El Sufismo (al-Tasawwuf), el aspecto esotérico o «interior» (bâtin) del Islam, se distingue del Islam exotérico "exterior (zâhir)" del mismo modo que la contemplación directa de las realidades espirituales —o divinas— se diferencia de la observancia de las leyes que las reflejan en el orden individual, en relación con las condiciones de un determinado ciclo de la humanidad. Mientras que la vía habitual de los creyentes pretende la obtención de un estado beatífico después de la muerte, accesible en virtud de una participación indirecta y simbólica, como si dijéramos, en las Verdades divinas por medio de las obras prescritas, el Sufismo tiene su fin en sí mismo, en el sentido de que  puede dar acceso al conocimiento inmediato de lo eterno. Éste conocimiento, (al ser uno con su objeto), libera del encadenamiento inevitable de las existencias individuales.  El estado espiritual de baqâ’, al que aspiran los contemplativos sufíes, y cuyo nombre significa la "subsistencia pura" fuera de cualquier forma, es igual que el estado de  «liberación» del que hablan las tradiciones  hindúes, lo mismo que la «extinción» (al-fanâ') de la individualidad, que precede a la «subsistencia».  Para que el Sufismo implique semejante posibilidad, debe identificarse con el «núcleo» (al-lubb) de la forma tradicional que le sirve de soporte. No puede sobreañadirse al Islam, pues tendría un carácter periférico en comparación con los medios espirituales de éste último. Está, (por el contrario), más próximo a su origen sobrehumano que el exoterismo religioso y participa activamente, aunque de manera completamente interior, en la función reveladora que esta forma tradicional manifestó y que continúa manteniéndola con vida.  Este papel «central» del Sufismo en el seno del mundo islámico puede estar oculto a los espectadores del exterior, porque el esoterismo, al ser consciente del significado de las formas, es, al mismo tiempo, intelectualmente soberano en relación con ellas, de modo que puede asimilar, al menos para su exposición doctrinal, algunas nociones o símbolos que procedan de una herencia diferente a su peculiar raíz tradicional. Puede parecer extraño que el Sufismo sea el «espíritu» o el «corazón» del Islam (rûh al-islâm o qalb al-islâm) y que al mismo tiempo represente, dentro del mundo islámico, el espíritu más libre en relación con los límites  mentales  de éste mundo.  (Es importante, no confundir ésta verdadera libertad, completamente interior, con los movimientos anexos a la tradición que no son intelectualmente libres respecto a las formas que niegan, porque no las comprenden.) Por ello, este papel del Sufismo en el mundo islámico es semejante al del corazón en el hombre, en el sentido de que el corazón es el centro vital del organismo y también, en su realidad sutil, la «sede» de una esencia que trasciende cualquier forma individual.  Los orientalistas, atentos a reducirlo todo al plano histórico, casi nunca pueden explicarse este doble aspecto del Sufismo sino por influencias ajenas al Islam; de este modo han atribuido el origen del Sufismo, según sus diferentes preocupaciones, a fuentes iraníes, hindúes, neoplatónicas o cristianas. Pero estas divergentes atribuciones han terminado por equilibrarse recíprocamente, más aún si se tiene en cuenta que no existe razón suficiente para poner en duda la autenticidad histórica de la filiación espiritual de los maestros sufíes, filiación que, en una «cadena» (silsila) ininterrumpida, que se remonta hasta el Profeta.  El argumento decisivo, en favor del origen muhammadiano del Sufismo, reside sin embargo, en sí mismo. Si la sabiduría sufí procediese de un fuente situada al margen del Islam, los que aspiran a ésta sabiduría —que, con seguridad, no es de naturaleza libresca o simplemente mental— no podrían apoyarse, para realizarla siempre de nuevo, en el simbolismo coránico. Todo lo que forma parte integrante del método espiritual del Sufismo está extraído, de manera constante y necesaria, del Corán y las enseñanzas del Profeta.   Los orientalistas, que sostienen la hipótesis de un origen no musulmán del Sufismo, en general subrayan el hecho de que la doctrina sufí no aparece, en los primeros siglos del Islam, con todo el desarrollo metafísico que contendrá más tarde. Pero ésta observación, caso de ser válida, respecto a una tradición esotérica —que principalmente se transmite mediante una enseñanza oral— demuestra lo contrario de lo que se pretende, pues los primeros sufíes se expresaban con un lenguaje muy cercano al Corán y sus expresiones concisas y sintéticas llevan en sí mismas lo esencial de la doctrina. Si, con posterioridad, ésta se va haciendo más explícita y elaborada, ello no es más que un hecho normal y característico de cualquier tradición espiritual: la literatura doctrinal aumenta, no tanto por el aporte de nuevos conocimientos como por la necesidad de poner freno a los errores y reanimar una intuición que se va debilitando.  Por otra parte, como las verdades doctrinales son susceptibles de un desarrollo indefinido y la civilización musulmana había absorbido algunas herencias pre-islámicas, los maestros siempre podían, en su enseñanza oral o escrita, hacer uso de nociones tomadas de esos legados, con tal que fuesen adecuadas a las verdades que era preciso hacer accesibles a las mentes mejores de su época, verdades que el simbolismo súfico, en sentido estricto, ya incluía de modo sucinto. De esta forma y en particular la cosmología, ciencia derivada de la metafísica pura, que constituye el fundamento doctrinal indispensable del Sufismo, se expresaba, en su mayor parte, por medio de nociones ya definidas por antiguos maestros como Empédocles y Plotino. Además, los maestros sufíes que tenían una cultura filosófica no podían ignorar la validez de las enseñanzas del  platonismo que se les atribuye en el mismo orden que el de los Padres griegos cuya doctrina sigue siendo, sin embargo, esencialmente apostólica.  La ortodoxia del Sufismo no se manifiesta únicamente en su conservación de las formas islámicas; se expresa igualmente por su desarrollo orgánico a partir de la enseñanza del Profeta y (en especial), por su capacidad de asimilar cualquier forma de expresión espiritual que no sea esencialmente ajena al Islam. Esto no sólo se aplica a las formas doctrinales, sino también a materias secundarias que tengan relación con algún arte. Aunque, con seguridad, hubo contactos entre los primeros sufíes y los contemplativos místicos —como lo demuestra la historia del sufí Ibrâhim ibn Addam— cierto parentesco entre el Sufismo y el monaquismo cristiano de Oriente no se explica a priori sólo por interferencias históricas. Tal y como 'Abd al-Karîm al-Yîlî lo explica en su libro al-Insân al-Kâmil («El Hombre universal»), el mensaje de Isa  «descubre» algunos aspectos interiores —y por tanto esotéricos— del monoteísmo de Abraham, que se pueden reducir en su totalidad al dogma de las dos naturalezas, espiritual y humana, en cierto modo resume, en forma «histórica», todo lo que el Sufismo enseñará sobre la unión con Allah.  Por ésto los sufíes piensan que  (Sayyidnâ 'Isa) representa, entre los enviados divinos (rusul) el tipo más perfecto del santo contemplativo: tender la mejilla izquierda a quien nos ha golpeado la derecha, es el desapego espiritual por excelencia, la retirada voluntaria fuera del juego de las acciones y reacciones cósmicas.  Esto no quiere decir que, para los sufíes, la persona de Isa se sitúe en la misma perspectiva que para los Cristianos. A pesar de todas las semejanzas, la vía de los sufíes difiere mucho de la de los contemplativos cristianos. Aquí podemos referimos a la imagen según la cual los diferentes caminos tradicionales son como los radios de un círculo que se unen en un punto único: en la medida en que los radios se aproximan al centro, también se acercan entre sí: nunca coinciden, salvo en el centro, donde cesan de ser radios. Esta distinción de los caminos evidentemente no impide al intelecto situarse, por anticipación intuitiva, en el centro, donde todos convergen.  Para precisar mejor la constitución interna del Sufismo, agreguemos que siempre comprende, como elementos indispensables, una doctrina, una iniciación y un método espiritual. La doctrina es como una prefiguración simbólica del conocimiento que se trata de conseguir y también, en su manifestación, un fruto de éste conocimiento. La quintaesencia de la doctrina sufí viene del Profeta; pero como no hay esoterismo sin una cierta inspiración, la doctrina siempre se manifiesta de nuevo por boca de los maestros. En consecuencia, la enseñanza oral es superior, por su carácter inmediato y «personal», a la enseñanza que se pueda obtener de los escritos. Estos últimos jugarán un papel secundario, como preparación, complemento o ayuda para la memoria y (por esta razón), la continuidad histórica de la enseñanza sufí se substrae, en ocasiones, a las investigaciones de los eruditos. En cuanto a la iniciación sufí, consiste en la transmisión de una influencia espiritual (baraka), que debe de ser conferida por un representante de la «cadena» que tiene su origen en el Profeta.  Por lo general, se transmite por el maestro, quien también comunica el método y proporciona los medios de concentración espiritual apropiados a las aptitudes del discípulo. El marco general del método es la Ley islámica, aunque siempre haya habido sufíes aislados que, a causa del carácter excepcional de sus estados contemplativos, ya no participan en el ritual ordinario del Islam. Para prevenir cualquier objeción que se pudiese deducir de lo que acabamos de decir en relación con el origen muhammadiano del Sufismo, precisaremos que los soportes espirituales —que constituyen sus principales medios— y que, en ciertas circunstancias, pueden sustituir el ritual habitual del Islam— se presentan como las «piedras angulares» de todo el simbolismo islámico y, en ese sentido, han sido dados por el propio Profeta.  La iniciación toma, por lo común, la forma de un pacto (bay'at) entre el candidato y el maestro espiritual (al-muršid), que representa al Profeta. Este pacto implica la perfecta sumisión del discípulo al maestro en todo lo que se refiere a la vida espiritual y nunca se podrá anular por la voluntad unilateral del discípulo.  Las diferentes «ramas» de la filiación espiritual del Sufismo se corresponden, de forma muy natural, con los diversos «caminos» (turuq). Cada gran maestro, a partir del que puede ser trazado el comienzo de una cadena particular, tiene autoridad para adaptar el método a las aptitudes de una determinada categoría de hombres dotados para la vida espiritual. Los diferentes «caminos» corresponden pues a las diferentes «vocaciones» y están orientados hacia el mismo fin; no representan de ningún modo escisiones o «sectas» en el interior del Sufismo, aunque hayan podido producirse incidentalmente desviaciones parciales que den lugar a verdaderas sectas. El signo exterior de una tendencia sectaria será siempre el carácter cuantitativo y «dinámico» de la propagación. El Sufismo auténtico nunca puede llegar a ser un movimiento, por la precisa razón que recurre a lo que hay más «estático» en el hombre, el intelecto contemplativo. Señalar, al respecto, que si el Islam ha podido mantenerse intacto a través de los siglos, a pesar de la naturaleza tan voluble del psiquismo humano y de las divergencias étnicas de los pueblos que abarca, no es, desde luego, a causa de su carácter relativamente dinámico, que le es característico como forma colectiva, sino porque implica, desde su origen y por destino, la posibilidad de una contemplación intelectual que trasciende a la corriente de las afectividades humanas.

Dfdo.